viernes, 12 de febrero de 2010

A mi abuelo Enrique, la persona más buena que jamás he conocido.

Hasta mañana Santa Pola sólo pertenece a mi vida “anteorientación”, vamos, que pertenece a esa etapa de mi vida que yo creía completa, en la que me parecía, ingenuo de mi, que tenía todo cuanto deseaba y que no me hacía falta nada más (aclaro que no es que tuviera mucho, que no lo tenía, sino que siempre me he conformado con poco, puedo ser feliz si no me faltan “cuatro” cositas: mi familia, mis amigos, algo de trabajo, el deporte, y una cerveza fría después de hacer deporte –...quizá podría añadir alguna más a esta lista pero quiero que este blog se lo puedan permitir todos los públicos).

Tenían mis abuelos una casita allí, cerca del mar, y nosotros, la familia entera (digo todos: sus hijos, sus nietos y sus correspondientes añadidos políticos) aprovechábamos la circunstancia para pasar allí una muy buena parte del verano a costa del bolsillo y la paciencia de los, en cualquier caso felices, ancestros. Así es que casi todos los recuerdos que tengo de allí están impregnados, adornados, por la brillante luz del sol estival, el hálito de un mar calmo como el pedernal, y el perfume del azahar, que era un naranjo el que ensombrecía el particular patio que con tanto mimo cuidaba el abuelo Enrique.

Si de Santa Pola y recuerdos habló no puedo dejar de hacerlo de aquella niña (niña como yo niño que entonces debía contar yo con apenas doce marzos) de pelo y ojos negros como el azabache cuya mirada jugaba con la mía al corre que te pillo, con la que apenas cruce dos o tres saludos, saludos de niño, en un largo verano, y que sin embargo fue, hoy sigo creyéndolo así, el gran amor, amor de niño, de mi infancia.

Ya hace muchos años que mis abuelos dejaron aquella casa, luego la vida...

A partir de mañana, quizá de hoy mismo si llego a tiempo para desfogarme en el plano que sirve de modelo del evento, Santa Pola también pertenecerá a mi vida post-orientación, ésta sí... de verdad completa.

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